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LUCES EN AYARI

Ene 31, 2018 | Café Especial

«Luces en Ayari» de Iván NOLAZCO nos presenta la historia de Lucía, ser de luz venido de las estrellas cuyo encanto y voluntad de esperanza se irradia en la costumbre de entregar piedras con mensajes cifrados, hasta que desaparece sin dejar huellas.

En el relato de NOLAZCO, cuyo registro no realista genera conflictos lógicos en el lector, estamos, de entrada, ante una historia que se vale de los recursos propios del realismo mágico, pero trastocado por el punto de vista de un testigo de los hechos, quien al salir del Valle del PUMA y vivir en la gran ciudad, se apropia de una sensibilidad y mirada diferentes. Así, en «Luces en Ayari», lo real maravilloso cede ante las reglas de la ficción fantástica o de lo imposible. Este desplazamiento sutil lleva a que el final, lejos de ser predecible, suponga un remate sorpresivo. Desde el punto de vista del desarrollo transversal de los hechos, la carga simbólica y emotiva, que fluye rítmicamente a lo largo de este relato, es el mayor logro de Iván NOLAZCO.

José Donayre Hoefken
Escritor y crítico Literario

LUCES EN AYARI
Autor: Iván NOLAZCO

—Hay cosas extrañas que pasan en mi pueblo que aún no logro comprender.

Con estas palabras comenzaba José a contar su historia al compañero de asiento que le tocó en el ómnibus. Este lo oía atentamente, mientras cruzaban el estrecho y fangoso camino para llegar a Ayari. En un paraje maravilloso llamado el Valle del Puma, se encuentra este pueblo de gente amable y trabajadora, entregada al cultivo del café tradicional y a la crianza de animales.

* * *

Las calles empedradas y angostas de Ayari, así como sus sinuosos caminos y largos puentes, eran recorridos día a día por niños y adultos, cuando dejaban sus casas, acudían a la escuela, visitaban la tienda de don Fermín o cruzaban fincas dedicadas al cultivo del café.
Recuerdo una mañana, cuando contaba doce años. Era muy temprano y caminaba rumbo a la escuela. Esa fue la primera vez que la vi.

Para llegar a la escuela, se debía cruzar un puente de robustos listones de madera, cerca de la única casa junto al río. La vi caminar con su cabello rubio y ondulado, todo alborotado, que hacía de ella una hermosa mujercita. Miraba a todos lados, menos hacia donde me encontraba. Ese fue el día que mi corazón descubrió el amor.

Yo era un muchachito, y ella, imagino, tendría más o menos mi edad. Las tardes nos ganaban cruzando las fincas, bebiendo leche de vaca, sacando frutos de algunos árboles o corriendo simplemente para ver quién llegaba primero al río.

Cuando estábamos juntos, éramos felices. En esos momentos, ella solía juntar piedras de extrañas formas que llevaba a su casa. Al separarnos, siempre me quedaba pensando que se trataba de una niña tan encantadora como misteriosa.

Una mañana, mientras caminábamos hacia nuestras casas, oímos que alguien lloraba dolorosamente. Era doña Aurora, que estaba sentada junto al roble que daba sombra a la posta médica. Ella se le acercó, para abrazarla con fuerza, y le susurró al oído unas palabras que apenas escuché:
—No estés triste, se volverán a ver en sueños.

Luego metió su mano en el bolsillo y sacó una extraña piedra que doña Aurora empuñó instintivamente.

Días después nos enteramos de que la mamá de doña Aurora había muerto. En el velorio, doña Aurora contó que había soñado con su mamá la noche en que murió y que en su sueño le dijo:

—Hija, no estés triste. Siempre estaré contigo.

Todos nos quedamos admirados cuando doña Aurora mostró una piedra que decía: “Siempre estaré contigo”. Era la misma piedra que días antes había recibido.

Algo similar sucedió con don Fermín. Él estaba muy triste y solo, pues su hermano había fallecido recientemente. Una tarde, mientras caminábamos, ella corrió sin parar hasta su tienda, lo abrazó y le entregó una piedra de extraña forma. Después nos enteramos de que lo que estaba escrito en esa piedra fueron coincidentemente las últimas palabras que don Fermín logró escuchar cuando su hermano se encontraba en el lecho de muerte.

Ella, sin duda, tenía la magia de ver la tristeza en los corazones. Contaba también con la fuerza para llenarlos de fe y esperanza, de poner luz en los días grises, quitando de modo inexplicable el dolor.
Fue a los quince años, jugando en el río, cuando contemplé su silueta reluciente y femenina. Ella, al sentir mi indiscreta mirada, cubrió su delicado cuerpo con los vestidos que se había quitado para bañarse. Aquel día supe que la chiquilla de largas caminatas y mágicos días iba a ocupar y llenar un lugar en mi corazón. El problema era que mi timidez me impedía expresar lo que sentía. Más aun cuando eso significaba pararme frente a ella para decirle cuánto la quería.

Tiempo después, cuando regresábamos de la escuela, tomé su mano. Ella sostuvo inocentemente mi mirada cuando nuestros ojos se encontraron. Observé sus rasgados ojos verdes y percibí en sus manos un cariño correspondido. No logré decir una sola frase, solo atiné a juntar mis labios con los suyos. Fue un beso sincero y tierno que causó un agradable vacío en mi estómago, mientras un gigante sentimiento nacía en mi corazón.
No recuerdo qué pasó después. Cuando logré reaccionar, ella corría hacia su casa, dejando entre mis manos una hermosa piedra de extraña forma.

Confundido, pero virtuoso, caminé hacia el pueblo, donde todas las tardes nos reuníamos en la única y pequeña tienda que quedaba frente a la casa del alcalde, a un lado de la posta médica.
Bajo la tenue luz del único poste de alumbrado público, las familias reían y conversaban acerca del clima, de cómo los niños van creciendo y, sobre todo, de la siembra del café en sus fincas.

Era un atardecer distinto. Un cielo rojizo oscuro acompañaba un merecido descanso después de la gran cosecha de café. Mientras se preparaban los festejos, una intensa luz apareció en el horizonte. Una silueta redondeada hacía su aparición, girando sobre sí misma, emitiendo incontables rayos luminosos en todas direcciones, en tanto que se nos acercaba.

Eran luces que no dañaban los ojos aun cuando uno las veía directamente. Reflejaban un color metálico que se definía en contraste al verde y rojo del fruto de los cafetales.
No atinamos a nada. Solo nos dedicamos a mirar, confundidos y asombrados.

Sentimos las luces sobre nuestros cuerpos. Quedamos paralizados, sin posibilidad de reacción alguna. No sé cuánto tiempo duró aquello, pero, así como llegó, se fue.

Todos nos miramos como pidiendo una explicación, tratando de ocultar el temor que se advertía en nuestros gestos. Esa noche nadie quiso regresar a su casa.

Fue don Fermín quien se encargó de calmar a la gente. Refirió que antes, aproximadamente quince años atrás, en abril, mes de la cosecha, extrañas luces aparecieron en el pueblo, pero nunca nadie supo nada más.

* * *

Mientras las familias se preparaban para seguir con la cosecha del café, un grito se escuchó en el silencio del amanecer.

Una bella joven había desaparecido. Su madre, doña Florencia, se había percatado de su ausencia cuando entró en su cuarto y no la encontró. La cama estaba tendida y cada una de sus cosas se hallaba en su preciso lugar. Todo estaba ordenado como si se hubiese esfumado sin tocar nada.

Nadie trabajó ese día en la cosecha. Solo nos dedicamos a buscar a la joven por cada rincón de Ayari, pero no tuvimos éxito. Parecía que la tierra se la hubiera tragado o que las luces de la noche anterior la hubiesen desintegrado.

Pasaron días sin saber nada de Lucía, la joven que desapareció misteriosamente.
Una noche, un grupo de comuneros nos encontrábamos reunidos cerca de la entrada de la pequeña tienda del pueblo, comentando sobre la noche en que el pueblo se iluminó y Lucía se desvaneció sin dejar rastro. Al vernos, don Fermín se acercó lentamente hacia nosotros.

Siempre llamó mi atención su imponente imagen: rostro noble, duro y teñido por el sol, manos porosas y curtidas por el arduo trabajo del campo, cabello renegrido que ni el pasar del tiempo lograba blanquear, ojos marrones que profundizaban una mirada fuerte y tímida a la vez. Todo en él reflejaba a un hombre trabajador, juicioso y desafiante. Mientras don Fermín se sentaba junto al poste, nos dijo:

—Cuentan nuestros ancestros que en épocas de gran cosecha de café estas tierras eran visitadas por extraños seres de luz que llegaban en objetos redondeados que flotaban en el aire, produciendo destellos en todas direcciones…

—¡Eso no es posible! —interrumpió el relato el alcalde de Ayari— Son fantasías sin lógica. He nacido en este pueblo y nunca escuché algo tan absurdo.
Don Fermín nos miró y lanzó una pregunta:

—¿Pueden decirme hace cuántos años que no disfrutamos de una cosecha de café como la que hemos tenido este año?

Todos nos miramos y murmuramos discretamente.

—Es la primera cosecha de café que el río no se lleva y la roya no carcome —afirmó don Fermín.

—Son falacias sin sustento —continuó el alcalde.

—¿Fantasías? ¿Falacias? ¿Acaso usted, al igual que todos nosotros, no vio las luces que aparecieron en el horizonte y que alumbraron completamente nuestro pueblo? —preguntó don Fermín.

El alcalde no respondió. En su lugar, a lo lejos, un solitario sollozo llamó la atención de todos nosotros.

—No podré soportarlo. Era mi única compañía, mi ángel de la guarda, mi pequeñita, mi Lucía… —balbucía inconsolable doña Florencia, mientras sus lágrimas, una tras otra, recorrían su cuarteado rostro— Fue una mañana de abril, de hace quince años. Caminaba hacia el río, cuando de la nada la encontré… Tan dulce, tan tierna, tan bella como una luz, tan vulnerable. Solo atiné a cargarla y la llevé a casa. Nunca pregunté y nadie del pueblo jamás reclamó. La tomé y crie como un regalo del cielo. Nunca me casé. Siempre viví sola, hasta que mi niña llegó, y con su sonrisa alegró mi vida, me dio una razón para vivir. Le puse Lucía por la luz de su mirada y le dije a toda la comunidad que era mi hija. Desde entonces hemos vivido una para la otra. Lucía era mi vida y mi esperanza de seguir.

Todos nos quedamos sorprendidos con aquella historia. No podíamos contener las lágrimas al recordar los momentos maravillosos vividos con aquella mágica niña, imaginándola con su cabello claro y ensortijado, la sonrisa con que contagiaba su alegría. No podíamos entender cómo había desaparecido la niña que vimos crecer hasta convertirse en una bella mujer.

Don Fermín abrazó tiernamente a doña Florencia, la ayudó a pararse y la consoló, para luego acompañarla a su casa. La única cerca del río, la del camino de piedras de extraña forma que Lucía había recogido.
Esa noche nadie consiguió dormir. En nuestras cabezas solo había dudas y muchas preguntas, y ni una sola respuesta.

* * *

José hizo una pausa y se percató de que todos los pasajeros del ómnibus escuchaban atentamente su relato. Sonrió y continúo:

—Así fueron pasando los días en Ayari. Las familias volvieron a sus comunes obligaciones diarias: los niños a la escuela, los padres al trabajo de la siembra y la cosecha de café. Poco a poco fueron olvidándose de la noche en que el cielo se iluminó y Lucía jamás fue vista nuevamente.

* * *

Como todas las tardes, don Fermín llegaba a la casa de doña Florencia, quien lo esperaba siempre con una taza de café. La tristeza y la soledad eran notorias en su casa junto al río, donde todo se encontraba minuciosamente aseado y puesto en su lugar. Cada rincón era un recuerdo de Lucía. Las flores, las piedras de formas extrañas y sus dibujos raros llenaban la casa.

Don Fermín se encargaba por un instante de hacerla sonreír. Era su amiga de toda la vida. Sin embargo, siempre las lágrimas se asomaban en sus rostros y terminaban en un gran abrazo que servía de consuelo para ambos.

Todo transcurría como de costumbre, hasta que una noche ocurrió algo distinto. Don Fermín llegó puntual y con la sonrisa a flor de labios. Entre sus manos, sobresalía un girasol que había cortado del jardín de su huerta. Para su sorpresa, la alegría se reflejaba en los grandes ojos de doña Florencia y fue recibido con el abrazo más tierno que alguna vez le pudieran dar.

Don Fermín no podía salir de su asombro. De pronto, la escuchó decir:

—He tenido el más bello sueño que una madre podría desear… soñé con Lucía.

—¿Con ella?

—Sí, con mi hija Lucía. En mis sueños la vi muy cerca de mí, como envuelta en una luz, y me dijo…

* * *

Mamá, sé que estarás muy confundida y dolida porque ya no estoy contigo, pero no te pongas triste, me encuentro bien. Soy un ser de luz de otro tiempo y lugar que, en una visita a tu mundo, descubrió a una buena mujer con falta de fe y esperanza… y mucha tristeza en su corazón. Te descubrí llorando entre los cafetales, suplicando por ser feliz.

Llegué hasta ti una mañana triste de abril en la forma que tú querías, en la niña que tú esperabas.

He aprendido tanto de ti. De aquel amor tan inexplicable que rodea tu corazón, de tus atenciones, y de tus mil formas de cuidarme y preocuparte por mí.

Así pasaron los años más maravillosos que me ha tocado vivir, pero soy un ser de luz y tuve que volver a las estrellas. Pero no te preocupes. Siempre estaré aquí, en tus pensamientos y en tus sueños. Cuando veas un resplandor en el horizonte o entre los cafetales, sabrás que pasé por aquí y que en ese instante alguna súplica atraerá mi luz, para volver a ser parte de este mundo tan falto de fe y esperanza.

No estés triste. Nos volveremos a ver en sueños.

* * *

Doña Florencia lloraba al experimentar sentimientos tan encontrados. Don Fermín, que no salía de su asombro, empezó a analizar cada una de las palabras que acababa de oír. Tras quedarse por un momento envuelto entre un dudoso recuerdo y una firme certeza, salió bruscamente de la casa de doña Florencia.

—¡No! ¡No, puede ser! —exclamó, cuando recorría el camino de piedras de extraña forma, dejando a doña Florencia desconcertada.

Después de unos minutos, don Fermín regresó a la casa con un gesto cómplice.

—Cuando Lucía era niña, una tarde entró en mi tienda y me entregó otra piedra que había recogido del río —dijo mostrándola—. Desde entonces la guardo como un tesoro.

Doña Florencia estuvo a punto de hablar, pero don Fermín la sorprendió, poniendo entre sus manos aquel tesoro, sobre el que Lucía había escrito: “Nos volveremos a ver en sueños”.

Se abrazaron fuertemente y sus sonrisas se conjugaron en esa maravillosa noche.

* * *

José hizo una pausa y añadió:

—Jamás perderé la esperanza de encontrarla.

Se levantó de su asiento, avanzó por el pasillo y llegó a la cabina del conductor.

—Nuevamente en el Valle del Puma —dijo sin ocultar su emoción—. Muchas gracias por traerme. Como todos los años, llego gusto a tiempo para la cosecha de abril. Espero que esta vez, en el horizonte o entre los cafetales, aparezcan aquellas luces y me devuelvan el amor de Lucía.

—Señor, señor, espere. No se vaya…

José se detuvo cuando estaba a punto de bajar del ómnibus y se volteó a ver al pasajero que lo había llamado.

—¿Usted conoció a Lucía?

José sonrió y sacó de su bolsillo una hermosa piedra de extraña forma que Lucía había dejado entre sus manos el día que la besó por primera vez. Sobre ella se podía leer: “Te amo. Nos encontraremos en sueños”.

Dejó el ómnibus y caminó por los angostos y empedrados caminos de los cafetales, hasta perderse en el horizonte.

 

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